lunes, 4 de abril de 2016

Entre el anonimato y la gloria.


Surge algo, una extraña química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina, la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre, el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-, sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador voluptuoso que lo hizo posible.


Era el fin de semana del clásico.

Pero los clásicos, en fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.

Javier Fernández -no me canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento, siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie, trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.

Independientemente de la gesta, del triunfo, hay algo más. 

Porque para según qué cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no puede existir más que el vacío del fin? No.

Javier Fernández parece conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo, un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre, de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa -disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.


Enfrento esa sonrisa a la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso. No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico (léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla, insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza entre el anonimato y la gloria.

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