lunes, 12 de octubre de 2015

Por cada granito de orgullo uno de vergüenza.



A uno y otro lado del meridiano de la verdad o del sentido común, del tino o la lucidez, se manifiestan, también, unos y otros extremados como dolidos y como huérfanos de una madre, que, según el dibujo o la queja, viene a ser puta de labios pintados o sin pintar. Así ocurre hoy, día de la Hispanidad, que es día para algo, y que tampoco sabemos muy bien qué es, y que muchos hacen que sea día de patriotismo barato y día de absurdo antiespañolismo. Como buen día para algo es oportunidad. Últimamente oportunidad significa meterle el dedo en el ojo a alguien. A ambos lados del meridiano o de un camino mejor se grita y crujen los dientes. ¿Por un ideal? ¿Por una idea? ¿Por dinero y poder? ¿Por un cercado? ¿Por qué?

No me cansaré de decir que España es como un dolor de huevos. Lo es, y todos conocemos las razones de tal afección. Tal vez hoy no sea el mejor momento para decirlo. Porque en cada lado del meridiano no faltan los que aprovechan la voz, anónima o no, para izar su propio ideario delirante, para colar su granito de odio.  Siendo objetivos podríamos decir que España no está en cuestión. España es un país, como cualquier otro; se puede entender que si Burkina Faso es un país, España también lo es, así como Francia o Mozambique. Negarlo es ponerse a la ridícula altura e inopinada verborragia de Willy Toledo. Pero hoy día de la Hispanidad celebramos algo más que la existencia y la contingencia de ese país que es España, celebramos los días que a toro pasado creemos saber que fueron mejores, días de gloria, y en esos días incluimos a todos aquellos países que tuvieron que ver con nosotros de la manera que sea. Ni celebramos un genocidio ni celebramos esa borrachera de gloria que algunos atribuyen a sus antepasados, nada de eso, es mucho más simple.

En los últimos años el debate se ha desarrollado cada vez con más encono y agresividad. El debate sobre la cuestión española. A algunos se le retuercen las tripas solo oír hablar del desfile de las Fuerzas Armadas. Otros saltarían como espontáneos exaltados a besar la bandera. Unos y otros harían bien en hacérselo mirar.

Uno hoy no puede sentirse orgulloso de casi nada de lo que pasa en España que no sea, por decir, lo que ocurrió ayer en Vejer de la Frontera y su lomo en manteca. Cosas así. La España digna de defender es la de una cultura de siglos y la Historia de los muchos que, naciendo en España, hicieron del mundo un lugar mejor. La España digna de defender es la de los que tiran del carro y procuran vivir de la mejor manera posible pasándolo lo mejor que pueden y riendo siempre que se da la ocasión. La verdadera seña de identidad del pueblo diverso que es hoy España es la solidaridad y el generalizado buen humor de sus gentes, la impresionante y variada gastronomía, una lengua universal con la que se escribieron obras universales, artistas que dejaron en sus obras un pedacito del lugar que nacieron para donarlo al mundo como muestra de lo mejor de su herencia como españoles; la verdadera España, digna de defensa, es aquella que el españolito y el no españolito, el inmigrante, el turista, el refugiado, puede amar por lo que la tierra le puede dar de vida, y no de muerte; uno es de donde pace... y en España, todo hay que decirlo, se pace bien.

Luego están las extremas izquierdas y derechas, también los borregos de unos y otros que sumados son legión, lo que viene siendo el dolor de huevos. Izquierdas y derechas pelean como en Duelo a garrotazos de Goya por el trozo de pastel que para ellos representa España y que no tiene absolutamente nada que ver con aquello del pueblo solidario que España es y el buen humor de las gentes españolas y el largo etcétera. Las columnas de opinión de los periódicos son en la mayoría de casos como agrios vómitos cayendo por una pared que debía ser blanca, vómitos rojos o azules, da igual; si uno no supiera que para estar ahí todos maman de teta de vaca gorda -cada uno la suya- se asustaría al ser testigo y víctima de tanto odio. No son las ideas, son los ideales, sus hijos bastardos y no poco putañeros. Tuits o estados de Facebook duelen a los ojos de quien presume de cierta racionalidad o sentido común, escupitajos verbales en la cruzada personal de quienes creen que un trapo es sagrado o de los que creen que el trapo no es sagrado porque no le gustan sus colores. Y la verdad es, que trapo, lo que viene siendo sagrado, nunca es, independientemente de su color; porque trapo, por mucho que trapo quiera significar, trapo es al fin y al cabo, nunca se vio trapo dando de comer a nadie ni aliviando sufrimiento, nunca el símbolo ejerció de otra cosa que no fuera símbolo, un recurso, un anillo para gobernarlos a todos. Digo yo que la vida es incuestionablemente más importante que todo símbolo. Y no, ni de coña es aquello de qué puedes hacer tú por tu país, porque tu país, tuyo, no es. A él llegaste por casualidad. Y no, es tu país, articulado por eso que hemos dado en llamar democracia, lo que debe hacer por cuantos vivan bajo su techo y que hacen posible que el país, España, siga siendo país, números sin los que a todo país les sobra el nombre y toda la parafernalia simbológica y estructural.

Se celebra en mi casa esta españolidad a medias. Lo que para Mariano Rajoy significaría ser poco españoles. Que digo yo, que uno no puede ser ni mucho ni poco español, en fin, triste figura, él como Willy Toledo. Necios.

Si bien es cierto que no son pocas las virtudes de esta tierra y sus gentes también lo es que cargamos con nuestra propia maldición de no saber dirigirnos como el país que somos. Nos envanecemos tras la victoria del español para no perdonar jamás su probable -inevitable en algún momento- flaqueza, despreciamos el talento -el verdadero talento-, votamos a la mafia de rancio abolengo por insana costumbre, nos asustamos con el progreso, preferimos la superchería al conocimiento,... También son rasgos de nuestra seña de identidad. Así que a medias, ya digo, celebramos en casa nuestra españolidad: por cada poquito de orgullo un poquito de vergüenza. Lo que nos queda para una celebración completa lo dedicamos a la autocrítica. De esta autocrítica se entiende el celebrar todo esto hasta su justa mitad.

Mientras unos y otros, a ambos lados del meridiano, gritan, existen otros que se fueron con poca esperanza de volver. Ni unos ni otros saben, los extremados digo, qué significa celebrar el día de la Hispanidad lejos de casa porque en casa no queda o no dejan donde pacer.

Quienes por su país no han hecho más que llenar la barriga y las cuentas en bancos extranjeros se dan golpecitos de pecho al ver a los valerosos soldaditos pasar en estricto orden cerrado. Es como si dijeran: "míralos, allá van, tan serios ellos y tan marciales, ellos, los que van a morir por nuestros business allende las fronteras". Quienes aspiran al título de salvadores de una patria insalvable, otrora clavo ardiendo o esperanza u oportunidad, señalan con ignorancia -con muy poco sentido del contexto histórico, con torpeza- como genocidio el descubrimiento de América: hechos acaecidos en un momento en el que en el mundo un crucifijo y una corona eran la ley y el orden. Ya no es así, afortunadamente: las coronas son de bisutería y los crucifijos solo acojonan a Drácula. Me resulta un insulto el desarrollo de una explicación.

Celebrar como se celebra esta festividad, enalteciendo los mismos valores de otro tiempo de infausto recuerdo, aviva el fuego del rencor, y el rencor azuza al odio. El español quisiera sentirse orgulloso de algo que no sea la cabra de la legión y la pose de unos políticos que le han decepcionado. Más que un día para agitar trapos los españoles quisieran celebrar su españolidad con el orgullo de quien quiere compartir el sentimiento, y no con el orgullo del niño que arrebata un juguete a otro niño. Han conseguido que el trapo no represente a nada ni a nadie que no sean los herederos de aquel bando vencedor. Se ha de hacer memoria histórica, pero una memoria histórica para el orgullo, rememorar cuanto puede hacernos sentir orgullosos; que en España no es poca cosa.

España es un país grande, y es un país libre, pero grande y libre de verdad, lo es gracias a cada currante, gracias a todos aquellos que en representación del conjunto luchan por una victoria en cualquiera que sea la empresa, siempre y cuando sea la empresa motivo de orgullo y no de vergüenza. Hemos llegado al siglo XXI de milagro, por los pelos, sacudiéndonos tal vez el polvo de los viejos escombros de la chaqueta. Pero hemos llegado. La españolidad no se demuestra dando un beso de tornillo a una bandera, ni siquiera yendo a ver a nuestros militares desfilar ante quienes manejan los hilos del país; militares que por otro lado merecen un respeto, políticos que, por otro lado, merecen una total desconfianza.  


El español quisiera sentirse orgulloso de su pasado con la solvencia que otorga el haber superado la tragedia o la infamia. El español quisiera sentirse orgulloso de su presente, mil veces machacado por quienes llevan las riendas o quienes las pretenden. El español quisiera sentirse orgulloso del trabajo colectivo realizado por el bien de sus hijos, los españoles del futuro. A día de hoy, día de la Hispanidad, nada de esto es posible. Por cada granito de orgullo otro de vergüenza. 

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