sábado, 14 de marzo de 2015

La tragedia gaditana




Pareciera que la ciudad se ocultase tras esa interminable mascarada; como si tras el antifaz habitasen llorosos y lastimeros ojos de abandonado. Pareciera esto y otras muchas cosas, sentimientos al fin y al cabo, falsa alegría y permanente sonrisa, como risas nerviosas en noches de tanatorio. Asistimos en realidad a un escenario de prolongada y agónica muerte. La ciudad tiene razones más que suficientes para mantener un carnaval de cien días. Para continuar con la fiesta la prolongamos con un puente en el espacio; extendemos la risa de la careta que celebra la vida en la superficialidad de una bahía de lecho fangoso y superficie sensible al viento. Solía justificar el proyecto y la presente existencia del puente. Decía: se trata de la MSC, una gran compañía a nivel mundial (la más grande probablemente, yo he visto barcos enormes en alta mar y a un palmo de cada desierto por cada banda en el Canal de Suez y en muchos puertos bajo las osadas plumas de las grúas portacontenedores, en fin, y puertos llenos de vida alargando la vida portuaria más allá de tierra adentro y pueblos nutriéndose de lo que iba y venía del mar); se trata de recuperar nuestros orígenes. Nuestros orígenes son plenamente oceánicos. El océano es vida más allá de la tierra. Y en nuestros orígenes la vida refluía desde la mar y nosotros -aquellos que éramos- mirábamos sin ver el proceso, era lo natural. Sí, el gaditano viene a ser como una gaviota sin alas: una alegre criatura fascinada y que contempla el mar y baña sus plumas en el juego en orillas de fina arena amarilla. Sí, el gaditano es a la mar como la mar a la ciudad de Cádiz. Nuestros orígenes cobran sentido cuando se piensa en el mar que moja los bloques de hormigón y que a veces es furia pura y que a veces es una caricia y que siempre es una verdad ineludible (o tal vez no, o tal vez no) para una ciudad que ya no ha de temblar bajo el asedio. Para entendernos, nuestros orígenes. La antigua gaviotilla gaditana evolucionó gracias a su forma de entender el mar como único camino hacia el resto del Universo.

La última gran tragedia gaditana es el destrozo del proyecto para una nueva terminal de contenedores. Ya tenemos justificados dos docenas de carnavales más de cien días cada uno de ellos. Ya me dirán de qué manera puedo hablar ahora de lo necesario de ese nuevo puente. Me es muy difícil no mirar hacia el puerto cuando llego a Cádiz. No gasto antifaz, mi tristeza es visible y me pregunto por la ausencia de antifaz en mi rostro. Los norayes sin estachas que los abracen dejan un vacío en mi interior de la misma magnitud del insulto a unos orígenes que por otro lado tratamos de vindicar. Dando la espalda al mar matamos a la gaviota, la estrangulamos lentamente mientras la miramos a sus ojos cubiertos. El silencio gaditano (el gaditano, tan chillón a veces y tan superficialmente beligerante ante las continuas injusticias) es el producto de la costumbre que poco pueden paliar las simpáticas y pretenciosas coplillas de las comparsas. Es por eso que tiene mucho más sentido el alboroto de la chirigota que canta y ríe, siempre por no llorar. Ahora tenemos un puente. Debemos preguntarnos qué o quiénes se han marchado por él.

Pareciera que la ciudad se ocultase y evitase toda verdadera ilusión. Donde otros ven una fiesta me es inevitable ver la depresión endémica de unos genes que han transformado el arco de la boca en una sonrisa de mascarada. Nos obligan a vivir de espaldas al mar. Una isla de gaviotas que han de mirar hacia el interior sin que en el interior exista más alimento que el engaño y la farsa. Alguien debió pensar que quizá, lo mejor, sería que las gaviotas se marchasen; y decidió que para ello, lo mejor, sería un puente. Así podrían quedar asombrados por la proeza mientras abandonan la tierra de sus orígenes contemplando el mar bajo sus alas, desde las alturas, en el largo camino al exilio.

En realidad la ciudad es graciosa y es histórica y no es Dubrovnik ni es Malta ni tiene nada que ver con ciudades verdaderamente turísticas. En realidad Cádiz no es la Venecia que se pretende vender. No lo es. La historia de Cádiz yace sepultada a muchos metros. La historia nos legó al fenicio que hoy y siempre ha sido la gaviotilla gaditana. El fenicio y el cartaginés, llegaron desde la mar y entendieron que para llegar a Cádiz o para salir de ella no les quedaba otra que construir navíos de valiente proa. No le vieron más sentido mirar hacia la tierra, así que no lo hicieron; se quedaron en el pedacito de isla y ya nunca jamás miraron tierra adentro. La mar les daba cuanta vida necesitasen. Sencillamente: la vida se desarrolla mejor cuando es regada de continuo por el oleaje. El pirata lo sabía y el gaditano llegó a ser pirata por convicción, siempre en permanente navegación entre dos aguas. Fue una ciudad de todas las gentes del mundo. Sencillamente: los caminos del mar son los caminos hacia el resto del Universo. Y del Universo venían razas desde sus confines y se quedaban porque vivir en Cádiz era como una no interrupción de la navegación, aun en tierra seguían navegando; y para sentir el aire marino, se asomaban a la bahía, negros y piratas, moros y romanos, todos, la gaviota de hoy, sometida en contra de su naturaleza marina.


La última gran tragedia gaditana es el destrozo de un proyecto para abrirse de nuevo al mar. Sin flota de pesca, el comercio marítimo era una buena opción. Ya no se observan buques Ro-Ro descargando sus tripas ni hombres portuarios de malvivir sentados en el cantil refrescando con cerveza su sudor. Ahora el puerto es una desolación enrejada. Desde fuera se contempla como se haría en un zoológico en el que han muerto todas sus criaturas. Ocurre que a veces la insolencia de un gran transatlántico tapa la vista. El portuario gaditano mide sus dimensiones y sonríe a los que llegan para no entender y para subir a un autobús que les mostrará la abulia del viandante gaditano perdido.  El trayecto durará en el mejor de los casos hora y media. Después embarcarán, y no habrán entendido nada. Y la gaviota presa de la tierra ni siquiera se despedirá, porque tampoco habrá entendido qué ocurrió y cuándo ocurrió, en su ciudad, que había sido tan marinera. La última gran desgracia gaditana es cerrarle el puerto de su esperanza. Para compensarle, un puente. Un puente por el que huir lejos, sin mirar atrás, al fenicio sepultado que una vez llegó a Cádiz por primera vez y pensó que todos los caminos llegaban a Cádiz, siempre desde el mar.

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