domingo, 18 de enero de 2015

El calabi yau de Nolan: Interstellar.






La vida en la Tierra apenas se sostiene. Llegó lo que tarde o temprano tenía que llegar. El clima es extraño, la sequía es un estado natural, los vientos arrastran inmensas nubes de polvo que ocultan el sol y que se asientan sobre los campos de cultivo como una plaga de langostas, arrancando de ellos la promesa del alimento. Y nada apunta a que las cosas puedan cambian a mejor. Se ha iniciado un proceso de extinción irreversible. Muchos -se intuye- han quedado por el camino. La esposa de Cooper, Matthew McConaughey (Dallas buyers club, 2013; True detective, 2014), ha quedado por el camino. Por eso Cooper ha de cuidar y llevar -vivos, con esperanza y con la capacidad de combatir las adversas condiciones del planeta- a la madurez a sus dos hijos. Juntos tratan de salir adelante en un mundo que se pone a la contra de la supervivencia. Pero practican una lucha eficiente, mientras las cosas no empeoren demasiado.

El hijo de Cooper quiere ser granjero, como su padre. La hija manifiesta una clara atracción por la ciencia, también como su padre. Y es que en el pasado reciente, cuando la vida humana aún se entendía como permanente en el planeta, Cooper ejercía como ingeniero y piloto de pruebas para la NASA. Así que la ciencia importa en la granja de los Cooper. La ciencia es la herramienta indispensable para sobrevivir en un mundo en el quizá se cometieron demasiados errores. Las condiciones que impone un medio ambiente cada vez más enrarecido sólo pueden ser contrarrestadas por el conocimiento de lo natural y las posibles aplicaciones de la tecnología al alcance de la mano. Así combaten los Cooper el desafío diario, motivados por ello persiguen un dron en vuelo -en la que quizá sea la mejor escena de todo el film- atravesando los altos maizales, deseosos de hacer suyas las placas solares que les proporcionaría la energía con la que alimentar su maquinaria agrícola.

Las apocalípticas dificultades afectan en los ámbitos de lo social, pero se nos muestra de una forma anecdótica, huele a relleno y tal vez a oportunidad narrativa mal aprovechada. Lo mismo nos resulta innecesario para una película que se alarga hasta alcanzar un fin del todo anaeróbico. A Cristopher Nolan esta vez le ha cogido el toro, la película no es más que un montaje sin ritmo. Cuando vemos a Cooper retomando su antiguo traje de astronauta es como despertar de pronto en otra sala del cine. Más que un hilo el argumento es igual de fino y suave que una vieja cuerda de pita. A partir de entonces nada del aspecto psicológico de los personajes es creíble. El conflicto familiar -una promesa fallida más en un montaje en el que prima la opinión de la taquilla-, uno de los hilos argumentales de la historia, es una permanente caída, en la que Jessica Chastain (La noche más oscura, 2013) hace lo que puede en la interpretación del personaje adulto de la hija de Cooper.

Y aquí empieza la misión (no la verdadera misión, que es aguantar todo este coñazo de 169 minutos). La misión es -insisto en que no-, ni más ni menos, que encontrar otro planeta habitable. Hasta aquí es justo contar.

Recordamos anteriores cintas del género, Contact (1997), muy especialmente, basada en una novela -su única novela- del científico divulgador Carl Sagan (Cosmos) y que sí fue una buena muestra de cine de ciencia ficción. Se aprecia un fondo de documentación científica, un fondo volcado en el guion con escasa inteligencia cinematográfica, pese a todos los medios empleados. Las referencias a las teorías de la relatividad o a la mecánica cuántica -entendida desde el punto de vista de la teoría de las supercuerdas casi siempre, como si fuera la única-, pasando por lo que Hawking nos ha contado de los agujeros negros y su posible extensión en forma de túneles agusanados, se vuelven tediosas pedanterías -una muy difícil de entender pedagogía a la que se ha de preguntar ¿por qué?- que se suman a los innecesarios elementos que alargan el metraje. Michael Kaine interpreta a un viejo profesor de los tiempos en que Cooper no tenía que preocuparse de alimentar y educar a sus hijos. Michael Kaine viste el mismo traje que usaba cuando era mayordomo de Batman, y su papel de secundario con relevancia no cuela, ni siquiera cuando ejerce de padre de la científica y astronauta Amelia -compañera de Cooper en la singladura espacial-, la cada vez más brillante Anne Hathaway (One Day, 2011; Los Miserables, 2012).

Así van pues nuestros salvadores al espacio, abordo de un guion sin pies ni cabeza, con demasiados conejos extraídos de efectistas chisteras. Es entonces cuando se pretende llegar a lo trascendente, a plantear debates que tratan de dar un matiz bienintencionado a lo que no llega siquiera a ser una mediocre peli de consumo.

La ambición de Cristopher Nolan le ha llevado a firmar un disparate espacial. O mejor dicho, la arrogancia de Nolan le ha llevado al fracaso ineludible por el afán de hacer caja y a la vez querer profundizar en la sima de los grandes interrogantes. Debió quedarse con la idea. Madurar. O al menos no debió engañar a nadie con la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos. Hathaway -ayudado por un Matt Damon lamentablemente olvidado en un lejano planeta- trata de echarle algo más que un cable a McConaughey, pero nada, es imposible, no hay guion para el rescatado. Ni siquiera los impecables efectos especiales -triste que toda poesía visual o no visual proceda de ellos- pueden hacer nada por el largo producto que resta de todo el proyecto. Y la aventura se alarga y se alarga a la vez que la cinta agoniza y agoniza, y Nolan se enreda del mismo modo en que lo hacen las figuras de calabi yau, que es lo que al final nos queda, además de una gran decepción -e ira, en mi caso-. Cerote para los hermanos Nolan, que una vez hicieron de una saga de superhéroes un apasionante relato en tres entregas de cine cuidado y diversión.


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